De regazos y ronroneos
En la vida se van conociendo a personas que, como el agua que baja por el río, nos va moldeando y puliendo. Mis abuelos, mis padres, mi hermana y cuanta gente buena he conocido, me han abierto los ojos a maneras distintas de ver la vida. En realidad, no sólo personas.
No hace demasiado en mis planes no entraba compartir mi vida con una mascota, pero llegó un día en que conocí el gato más tierno y zalamero que ha pisado el hemisferio sur. En cuanto se me subió al regazo, me miró con sus despiertos ojos azules y restregó su oscura carita contra mi barbilla, supe que me había cambiado la vida. Con la mía cambió luego la de otros ocho (8) mininos, pero esa es otra historia.
Quien me cambió la vida se ha ido para subirse en el regazo del dios de los gatos pidiendo mimos (aunque recordemos que los gatos son dioses, y lo saben). Deja un espacio vacío en una casa y muchos más en otros tantos corazones, pero debo decirle una última cosa: Gracias, Tati. Gracias por cambiarme. Cuida de todos los que te estarán esperando y espéranos a nosotros, que no tardaremos en ronronear a tu lado.
Me gustaría encontrar consuelo y dárselo a aquella a quien tanto quiero, pero no está en mi mano:
—Con todo eso, te hago saber, hermano Panza —replicó don Quijote—, que no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.