¡Alto! ¡Attenzione!
Si vas a ver leer el texto que hay a continuación lo mejor es que antes te enteres de qué va todo esto tanto en las crónicas del
primer día de mi viaje a Italia como en las del
segundo.
También puedes
ver algunas de las fotos. Todo ha sido posible gracias a mis amigos y compañeros de SIA. ¡Gracias una vez más!
¡Alto! ¡Attenzione!Por fin había llegado el gran día. El día de reyes se había adelantado para mí casi un mes y todo el mundo sabe que la noche del día de reyes no se duerme. Agotado física y mentalmente, cerraba los ojos y veía señales de desvíos a Módena y Sassuolo por todas partes. El
eterno retorno que describía Nietzsche se había convertido en un interminable girar alrededor de una glorieta de la que nunca iba a poder salir, con italianos adelantándome por la derecha... ¡a mí! ¡Por la derecha! ¡Y en una glorieta!
Para mayor jocosidad, la noche anterior había cenado en una pizzería de Fiorano una pizza del tamaño de la tapa de una alcantarilla, y eso que era la más pequeña que despachaban. La grande era rectangular, cubría una superficie cercana a las 2 hectáreas y eran necesarios 4 estibadores para sacarla del horno. He de decir aquí que una cosa tiene Italia que te hace sentir como si estuvieras en SIA: las latas de cocacola están en italiano.
Antes de seguir, permitidme un consejo de amigo: cuando vayáis a pedir una pizza en Italia, estad contentos con el tamaño que os den; ni se os ocurra pedir un
cacho, y mucho menos decir
Io voglio un... un... un... cacho, acompañando por supuesto con el gesto del tamaño que quieres. Ver girar la cabeza con la mirada enajenada a cinco italianos mientras tienes las manos frente a ti separadas unos 30 centímetros, te hace darte cuenta rapidísimamente que algo
muy malo le acabas de decir a la chica con la que estás hablando. ¡Ah, casi lo olvido! Puedo decir que estuve en Italia y que vi a Mónica. No era
mi Mónica, pero era
una Mónica. Quizás tuviera las curvas más pronunciadas que la Bellucci, pero a mí, como a los italianos, me gustan las curvas, los coches rápidos, y los semáforos en ámbar. Efectivamente, la Mónica de la que hablo no era otra que la lozana chica de la pizzería.
Se preguntarán, con razón, a qué viene toda la historia de la pizzería. Bueno, lo primero es que tomarte una pizza en Italia y compararla con las de aquí ni es lícito, ni debería estar permitido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y no me estoy refiriendo al Telepizza, el Pizza Hut o el Ginos, por supuesto. Y, segundo, apretarte una pizza cuando estás con el estómago encogido no suele ser una buena idea. Pasé una noche muy entretenida sin necesidad de compañía.
Con estas premisas amanecí el 19 de diciembre, listo y dispuesto para visitar Maranello. Estaba demasiado nervioso (y era demasiado temprano) como para irme directamente al Museo Ferrari, así que volví a pasar por Fiorano. De día, y sin nieve, la entrada al circuito era aún más decepcionante. Flanqueada por un pequeño taller de coches a un lado y lo que parecía un almacén de materiales de construcción al otro, imaginarse a los mejores coches del mundo entrando por allí era pensar en sandeces. Y sin embargo, al poco de llegar, vi pasar un camión de la Scuderia Ferrari, llevado tan tranquilamente por un conductor como quien lleva palets de váteres a la obra. Claro que mientras unos son para cagar, y con los otros te cagas.
Vista la poca animación que había en Fiorano a las 1o de la mañana, finalmente me enfrenté a mis fantasmas y me decidí a dirigir mis pasos a Maranello.
La
entrada al Museo ya indica que lo que hay dentro es especial. No serán obras de arte, pero a más de uno no nos importaría tener uno de esos coches en el salón de casa. Tremando como un niño en la puerta de Disneylandia, entré.
No creo que a ninguna de las dos mozas vestidas de Ferrari que estaban en la entrada les sorprendiera ver llegar a un turista, pero supongo que ver a un mocetón más cerca de los 30 que de los 20 con los ojos llorosos abiertos como platos (
se admiten chascarrillos), las manos temblorosas y cara de haber llegado al paraíso pidiendo una entrada para luego no atreverse a entrar tiene que ser, cuando menos, curioso.
Así que al final entré. En la planta baja todos los coches expuestos eran de Formula 1. Era como ver en tres dimensiones todas las fotos que ya me sabía de memoria. Coches de Fangio, Ascari, Villeneuve, Alesi o Berger junto al F2001 y el F2004. Pero no piensen que estaban a 5 metros tras una vitrina, o protegidas con rayos láser. Estas pequeñas piezas de la historia se acompañaban de un escueto "Please do not touch - Prego non toccare". Y casi no era necesario que estuviera el cartel, porque todos los que estábamos allí nos mirábamos incrédulos, como si no fuera ético estar al lado de los coches con los que corríamos de pequeños en el scalextric. Cada una de estas máquinas era un desafío al instinto de supervivencia de los pilotos, que tenían que conducirlos por encima de los 250 km/h en circuitos en los que los espectadores estaban separados de las pistas por, en el mejor de los casos, unos pocos metros de césped.
El
Ferrari 126 C que tenían expuesto era una oda a la temeridad. Imaginarse a un mortal
llevando al límite semejante máquina hace estremecer al más sereno. Pero no es sólo que tenga la pinta de una caja de muertos con ruedas y alerones, sino que el interior da la sensación de haber sido concebido para maximizar los daños al piloto en caso de accidente. Desgraciadamente
Gilles Villeneuve, el que es junto a Stirling Moss uno de los pilotos más queridos y admirados de la historia que nunca llegaron a ganar un mundial, lo comprobó empíricamente.
En la planta superior estaban los modelos que no eran de F1. Junto a coches más o menos actuales como un 599 GTB Fiorano, o un 360 Modena hecho expresamente por orden de Giovanni Agneli como regalo de bodas para Luca Cordero di Montezemolo, se veían clásicos de los 60 y 70, y los modelos exclusivos que todos hemos tenido en los cromos: un Dino, un F40, un F50 y un Enzo.
Estar delante de un
Ferrari Enzo es lo más parecido que he sentido en mi vida a estar enamorado. El arrobo, el vacío en el estómago, la boca seca, la mente obnubilada, la vista borrosa, el pulso acelerado, la respiración entrecortada y las manos temblorosas le hacen a uno dudar si está enamorado o si se ha contagiado con el tifus. Y lo peor es que no importa que intentes disimularlo pensando en otra cosa, porque los ojos te delatan. Mantienes la vista fija en el objeto de deseo, y notas cómo la sangre se te amontona en las mejillas. Te falta el aire. Lo miras de lejos, pues no puedes ni acercarte por temor a que la gente de alrededor note que realmente estás
más interesado de lo que quieres dejar entrever. Cuando cierras los ojos los abres enajenado, queriendo cerciorarte de que realmente estás allí, a su lado. Sabes que no vas a poder recordarlo tal y como lo estás viendo en ese momento, y querrías que ese momento no pasara nunca. Intentas memorizar cada curva, cada brillo, cada detalle, para gozar luego con los recuerdos tanto como estás disfrutando en ese momento.
Y es que no sólo es bello estéticamente. El Enzo es el coche
de calle que más se parece a un F1 tecnológicamente hablando. Sólo con asomarse a las entradas de ventilación para los discos de freno delanteros se percibe que nada en el diseño de este coche es casual. El motor V12 y las geometrías de las suspensiones traseras que se atisban desde el capó trasero son dignos de haber sido dibujados a carboncillo por Miguel Ángel, y, por lo que a mí respecta, lo mismo podrían adornar un coche que el
baldaquino de San Pedro (y que Dios me perdone si estoy blasfemando). Las entradas de aire del morro esconden un alerón delantero encubierto, y las traseras denotan que frenar los 660 CV del Enzo tiene que dar tanto calor como goce a las gónadas.
Algo así como 3 horas estuve en el museo viendo y disfrutando los coches. Sí, es posible que se pudiera ver en menos tiempo, pero yo me quedé con ganas de más.
A eso de la una de la tarde salí y me encaminé hacia la fábrica de Ferrari. Anduve los 400 metros escasos que separan el museo de la fábrica y la Ferrari Store como si no fuera a llegar nunca, o como si no quisiera llegar. Una calle estrecha, un giro, y ahí está frente a mí la puerta que he visto un millar de veces. Y no es espectacular. No es lujosa, no es pretenciosa, y cualquiera podría pensar que lo mismo pudieran fabricar coches que baldosas de cocina, como hacen todas las demás fábricas de los alrededores. Pero cuando se ve el escudo de Ferrari en la puerta todo cambia: ya no es una fábrica cualquiera. Es la casa de los campeones del mundo, del equipo de Formula 1 más laureado de todos los tiempos.
No es mágico tener que trabajar todos los días. No es mágico levantarte por las mañanas para ir a una fábrica. No es mágico vivir en un pueblo de 16.000 habitantes. Es mágico trabajar todos los días en una fábrica en un pueblo de 16.000 habitantes a la que peregrinan gentes de todo el mundo que saben que nunca van a poder comprar lo que tú fabricas.
Por cierto, el regalo de Navidad en Ferrari fue un F2007 en escala 1:12, un calendario de Ferrari, una caja de un pin, llavero o similar, lo que parecía ser un libro anuario del 2007 y una foto de Kimi y Felipe firmada por ellos. Huelga decir que lo importante no era el gasto, sino que todos salían con sus regalos orgullosos de llevarlos. Más de uno me miró con cara de "Molo, ¿eh?" cuando me vio con cara de pánfilo frente a la fábrica.
A unos escasos 200 metros de la fábrica vi salir de un colegio a unos chavales vestidos de deporte camino del parque. Me pregunté, no sin envidia, cuántos de ellos acabarían trabajando en la empresa de
Il Commendatore.
Así que volví al Museo y me tomé un café cappuccino en la
Caffetteria del Cavallino junto a trabajadores de Ferrari. No llevaban mono rojo, pero iban con acreditación, así que supuse que era personal de oficina.
Ya iba a medio camino hacia el coche cuando, como es de recibo, me dije a mí mismo lo que todos han pensado ya: ¿cuándo en toda mi vida voy a volver a tener ocasión de estar al lado de una italiana guapísima, vestida de Ferrari, y a la que le puedo pedir que se haga una foto conmigo? Así que sabiendo que la vergüenza era verde y se la comió un burro, desanduve mis pasos y volví a la entrada del museo.
Me acerqué a la chica que ya me había visto lloriqueando por la mañana y le dije en mi ya famoso italospagnolo de bolsillo que si me podía hacer una foto con ella. Me contestó que sí, y cuando ya la tenía le dije que era para que mis amigos vieran que todas las italianas eran guapas, pero que las italianas de Ferrari lo eran aún más. Cuando se echó a reír y me preguntó de dónde era no tuve los reflejos de macho ibérico que necesitaba para invitarla a España, así que me limité a contarle que venía de Madrid, y que mis amigos me habían regalado un viaje a Italia porque saben que amo Ferrari, amo Italia, ¡y amo a las italianas!
Grazie mille!Queridos niños: no puedo decir que Maranello sea una ciudad bella, luminosa, o tan siquiera populosa, porque hay otras muchas que la avergonzarían en la comparación. Pero Maranello es mágica. Cada esquina, cada calle, cada casa, está acompañada por un color, un sentimiento y un mito: Ferrari, y para mí eso es suficiente.
El resto del relato del día, compartiendo la tarde con un jocoso lugareño en el circuito de Fiorano, en la
segunda parte de la crónica del tercer día.